A mediados de año fui sorprendido por una invitación para
exponer en el Museo Nacional de Bellas Artes, en una muestra homenaje a El
Greco. En un primer momento tuve algunos reparos en aceptar, a pesar de
considerar un honor la invitación. ¿Qué relación tenía mi obra con El Greco? Me
explicaron que la idea era seleccionar a un grupo de artistas contemporáneos
que trabajaran la figura humana, y de alguna forma, dar cuenta de diferentes
opciones a la hora de representar el cuerpo. Parcialmente acallados mis
escrúpulos con esa respuesta, acepté. Aunque finalmente la exhibición resultó
muy distinta de lo que había imaginado, la lista de artistas se redujo, y
resulté el único en trabajar la figura humana, quedé de todos modos muy
conforme con el montaje de mi obra, y como estaba en una sala propia, pensé que
era una especie de pequeña muestra individual y las razones para estar allí
quedaban en segundo plano. De todas maneras la pregunta quedó picando en mi
cabeza. ¿Qué relación tiene mi obra con El Greco? No ha sido nunca uno de mis
artistas favoritos, nunca lo tuve en la lista de aquellos que me conmocionan
más profundamente, como sucede con Tiziano, Velazquez o Caravaggio, por nombrar
a algunos próximos en el tiempo.
Sin embargo, algunos de sus retratos me han impactado mucho,
especialmente el del cardenal Fernando Niño de Guevara, que se conserva en el
Metropolitan de New York y es una pintura realmente impresionante. Pero más que algunas obras en particular, lo que más
me ha interesado siempre ha sido su carrera. Establecido en su Creta natal, y
con una reputación ya ganada como pintor de iconos en un estilo post bizantino,
Doménicos Theotocópoulos abandona todo, su taller con asistentes, sus cliente e
incluso -se dice- una mujer, para emprender la aventura de trasladarse a Italia
y convertirse en un pintor occidental.
Primero en Venecia, y luego en Roma, El Greco tiene éxito en
su propósito y se transforma en un gran pintor en el estilo veneciano, seguidor
de Tiziano y Tintoretto. Pero la cosa no se detiene allí. El Greco se traslada
a España y se recluye en Toledo, donde su obra experimenta una nueva mutación,
desarrollando un estilo manierista muy personal y de una gran complejidad
intelectual.
Dos cosas principalmente me atraen de su obra. La primera,
la combinación, irresistible para mí, de
un estilo fuertemente expresivo (expresionista, podríamos decir abusando del
término) con un alto contenido conceptual. La segunda, que, principalmente en
su última etapa, la toledana, El Greco variaba el estilo de sus obras
dependiendo del tema y del cliente. Su relación con una representación “realista”
no era siempre constante. Eso resulta claramente visible si comparamos, por
ejemplo, dos obras pintadas en el mismo período como el retrato de Fray
Paravicino y el Laocoonte, ambas de 1609. Y es en eso, en esa atención puesta a
lo expresivo y a lo conceptual, y a esas variaciones en la representación
dependiendo de la obra, donde, salvando las distancias, yo encuentro una afinidad. Tal vez no sea
razón suficiente para participar en una muestra de homenaje a El Greco, pero
hace que me sienta más a gusto allí.
MNBA. EL GRECO Y
LA PINTURA DE LO IMPOSIBLE. 400 AÑOS DESPUÉS. Del 28 de octubre de 2014 al 15
de enero de 2015.
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