Mira las flores que son
siempre fieles a lo terrestre…
Rainer Maria Rilke
La escena se
repite: un jarrón o un vaso con flores sobre un fragmento de superficie de
apoyo y un fondo liso o azulejado. En cada una, las flores están de pie, segadas,
fuera de su hábitat, expuestas de pleno ante quien las observa. Unos conjuntos
más generosos que otros, alternan la mesura y la exuberancia de la vida vegetal.
En la
repetición, la variación se sucede en los colores y tipos de flores, en los
diferentes jarrones o vasos, que a su vez, en algunos de ellos se reiteran
imágenes de flores o se esboza un episodio, la lisura o la transparencia.
Estas
“Pequeñas pinturas de flores” se presentan como potlatchs florales, ofrecidos
en sacrificios domésticos al ornato y el gasto puro.
Lo visible
en cada uno de los pequeños cuadros cifra aquello que va a suceder inexorablemente:
la degradación de la epifanía de frescura y esplendor, como la llama de una
vela: “‘¡Un tallo de fuego! ¿Sabremos alguna vez cuánto perfuma?’, dice el
poeta Jabès. El tallo de la llama es tan recto, tan frágil que la llama es una
flor” (Gaston Bachelard). Y lo invisible: la fragancia, el árbol o la planta
original, donde la flor es el destino venturoso.
El
recipiente –ese receptáculo que cumple la doble función de contener y exhibir
al mismo tiempo– participa de la composición ornamental, y mantiene al grupo de
flores en relación con lo hueco, el vacío, y también lo sostiene en el aliento
vital con el agua, el aire y la luz.
En Mitos sobre el origen del fuego, James
G. Frazer cuenta que “cuando los menri entraron en contacto con los malayos,
hallaron entre ellos una flor roja (gant’gn:
en malayo gantang). Se reunieron en círculo
en torno a ella y extendieron sus brazos para calentarse”. Quizá las flores,
todas ellas, son llamas, que buscan la unidad esencial con el fuego y la luz.